Conocí a Diamantino en el 1973 en Alcalá de los Gazules conjuntamente con mis inolvidables Alfonso Perales y Fernando Pueyes, en unas jornadas de lucha que el sindicato del campo de la CNT había convocado en dicha ciudad. Siempre recordaré las palabras de Alfonso Perales cuando en el contexto de una conversación me dijo: “Santos son aquellos que con sus comportamientos bondadosos y entrega a los demás, son capaces con su trabajo y compromiso social de transformar la realidad y convertir su vida en paradigma para sus semejantes”.
A mi juicio fue Diamantino modelo de coherencia evangélica y ejemplo a seguir, llevó a la práctica la palabra de Cristo cuando dijo: “Anda vende todo lo que tienes, dáselo a los pobres y sígueme”. La ausencia de este ser irrepetible que, paso a paso a lo largo de su azaroso peregrinaje, ha dejado huellas que se clavan en los corazones con inefable carácter de perdurabilidad. ¡Jamás será olvidada!
La muerte de Diamantino llegó a calar hondo en el corazón de los marginados. No de los que son generalmente considerados marginados por el hecho de carecer de algunas de las necesidades superfluas... No, Diamantino se ganó el corazón de aquellos marginados a quienes la sociedad los situó al extremo de la más extremada marginación: él (que era sacerdote) pospuso transitoriamente un sacerdocio de misa y olla que no encajaba con su manera de interpretar la vida, colgó su sotana, y con chándal y pantalón vaquero se dio a la búsqueda de esos detritos que de la sociedad arroja a las alcantarillas del desprecio y la indiferencia, y allí, como Cristo, encontró al preso, al perseguido, a la mujer adúltera, a los enfermos de males contagiosos y a todos los parias que el mundo desdeña y olvida.
Él trabajó junto a los jornaleros en las penosas faenas agrícolas, ocupó fincas de labor cuyos propietarios las tenían relegadas a la improductividad, sufrió persecuciones y encarcelamientos, haciéndose incómodo para la oligarquía y el sistema. El mundo de la fastuosidad y la riqueza no lo quería, se dio por completo a vivir la vida de los que carecen de pan y tienen sed de justicia, y con ello compartió ilusiones y miserias... Y puesto a compartir, llegó a asumir no sólo sus problemas, sino tan bien esa cruel enfermedad que jamás perdona (?).
Murió siendo muy joven con recursos vitales para haber proseguido en la brecha luchando por la dignificación de los desposeídos sociales. Pero la desventura pudo mucho más. Y en estos tiempos, esos que nunca tuvieron para él uno mano tendida ni una sonrisa de afecto, aquéllos que ayer le negaron el pan y la sal..., quieran exaltar la exquisitez de su sensibilidad y la grandeza de su alma.
Es lo que ocurre. Es lo que lamentablemente sucede con todo el que brilla con luz propia, por su lucha o por la trascendencia de su obra. ¡Diamantino ya está en la orilla opuesta! En la despedida de muerte no acudieron autoridades ni mandatarios mundiales acompañados de embajadores ni damas esmeradamente emperejildadas, ni carrozas de caballos empenachados y ricas ornamentaciones. Sólo había niños. Niños que le lloraban. Mujeres trabajadoras del campo que habían compartido con él enormes jornadas de trabajo bajo la más vil de las explotaciones. ¡Y obreros y marginados! Obreros del campo con quienes conjuntamente soportó enorme humillaciones, penas y amarguras.
Él se llevó prendida la imagen de un niño triste, el de un indigente sin techo, el de una mujer desolada y de aquellos jornaleros de manos callosas por cuyo dorso caía, silenciosamente, la solabre desesperanza de unas lágrimas inmersas de dolor.
Desgraciadamente en esta ingrata sociedad sólo se veneran a los triunfadores comprometidos con el irracional sistema que padecemos, a todos aquéllos (como Diamantino) que en su vida cotidiana devalúan de forma anónima y solidaria, con la esperanza de conquistar pequeños y hermosos sueños al servicio de los oprimidos, nunca pasarán a la historia porque la maldad humana siempre los condenará al ostracismo y los abandonarán en el silencio de los olvidos...
Francisco flores prieto