Y ahí radica la principal queja que existe en la sociedad con la Iglesia Católica. No se debe olvidar que, se vaya a misa o no, España es un país fundamentalmente católico, que ha vivido bajo su prisma religioso desde el instante mismo en que se creó la nación. Pero hoy la Iglesia no tiene el poder ni la presencia que tenía antaño. Sus palabras luchan en un mercado mediático en el que los obispos tienen acciones a la baja y sus ideas no son demandadas. La Iglesia se hace vieja, física y mentalmente. No hay que confundir la firmeza de las convicciones con un nuevo mensaje. No se comprendería que hoy el arzobispo de Madrid hablase de permisividad con el aborto, el divorcio o la eutanasia. Lo que no debe hacerse es criticar a los obispos por la defensa de estos ideales o a los católicos por celebrar una misa multitudinaria en una avenida de Madrid.
No deben confundirse estos matices. La Iglesia enriquece esta sociedad y es un referente religioso para millones de españoles. Mientras sus palabras se mantengan estrictamente en estas materias, la Iglesia debería mejorar su imagen y, dicho sea de paso, dejar de ser vapuleada por ejercer el derecho a la libre expresión. Sin embargo, con las formas de expresión de las que hace gala, cada día serán menos los fieles que se acerquen a escucharles. La imagen de una institución carca e intransigente sigue pesando demasiado.