Terminó una nueva edición del COAC en el Gran Teatro Falla de Cádiz y todavía están calientes los cuerpos que dejó por el camino. Cajonazos y premios dejan siempre un reguero de anécdotas e incidentes cuando no de ecos críticos con las decisiones del sanedrín que da y quita pases y galardones. No llega nunca la sangre al río, aunque este año haya habido hasta un comunicado del jurado denunciando las presuntas amenazas recibidas por algunos de sus miembros. El fanatismo tiene estas cosas, reparte amores incondicionales y odios furibundos por doquier. De esto, en cada una de sus caras, saben bastante Yuyu, Marta Ortiz o el mismísimo Martínez Ares, por poner algunos ejemplos.
El Carnaval es crítica y reivindicación además de humor e ironía. Por eso no entiendo que este año en concreto se haya hablado tanto de politizar la fiesta, tras el pasodoble de Bienvenido al aficionado de derechas, de censura tras la letra de Pastrana al presidente del gobierno o de boicot tras la respuesta del público gaditano al esperpento que presentó en las tablas la agrupación negacionista. Los autores de carnaval encontraron las respuestas que sus repertorios provocaron en el respetable, nada más. Pero muchos aficionados, cuando le tocan sus filias o fobias, no distinguen entre libertad de expresión, poder decir lo que quieras sin que nadie más se exprese al respecto o tener que tragarse un bodrio sin calidad que suponía una falta de respeto al escenario y al público. Como siempre, Twitter es un buen termómetro para ver qué salud tiene nuestra sociedad y mucho me temo que tiene fiebre.
Aún sin ser doctor, ser aficionado al Carnaval me da algunas pistas de por dónde podría ir el tratamiento. De entrada, entender que todo el que compite se expone a no ganar, así como que el premio más importante lo da el público y la calle. Luego, hay que meterse en la cabeza que todo repertorio será debidamente escuchado si muestra un mínimo de nivel. Si la agrupación de Katy Balber hubiera estado mínimamente trabajada, el público habría actuado de otra manera, por ejemplo. O conocer la historia de nuestros carnavales y de cuántos acabaron en la prevención o bajo tierra por quebrantar la censura franquista, para entender por qué el carnaval es reacio a acoger mensajes de la derecha sin que eso signifique que se politiza la fiesta.
Hay que entender, ya que hablamos de la fiesta de la libertad, la diferencia entre esta y libertinaje. Es tan sencillo como saber que puedes hacer lo que quieras mientras que no dañes ni perjudiques a nadie. El macrobotellón en la Plaza Fragela y el Arco de San Rafael, que se oía desde dentro del teatro, no es un buen ejemplo de libertad (máxime cuando los enfermos del hospital que hay al lado también habrán sido privados de descanso), sino de libertinaje. Que luego se cae en la falacia de cuestionar la hospitalidad de nuestra gente mientras se le molesta, se les deja las casapuertas oliendo a orines o se vuelve más fácil pisar un mojón humano que uno de perro.
Pero, al margen de refrescar conceptos, lo fundamental es desprenderse del fanatismo. El Carnaval no deja de ser un ejemplo a pequeña escala sin daños colaterales, pero en otros aspectos puede ser fatal. El fanatismo hace que algunos aplaudan a Trump por intentar humillar a Zelensky, que apoyen el genocidio israelí en Palestina o que vean bien que el gran capital eche de su tierra a los oriundos para convertirla en una gran urbanización de pisos turísticos. O, incluso, que deseen otro golpe como el del 36. Aquí termino, no sea que me digan que estoy politizando las columnas de opinión.