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San Antón

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Cuando nací no sabía que era perro. Poco a poco, a medida que vas creciendo en un ambiente o en otro te vas dando cuenta de tu condición. En mi caso, los que vivían a mi alrededor caminaban a dos patas mientras que yo lo hacía a cuatro. Ellos no tenían rabo, yo sí. Ellos sonreían, yo lo movía cuando estaba contento. No necesito las manos para comer, mi familia incluso hace uso de unos utensilios que llaman cubiertos. He observado, cuando salimos a la calle, que no se huelen entre sí y no entiendo cómo pueden llegar a conocerse, ni saber las intenciones de los otros. Respondo al nombre de Bruno. Cada uno en la manada tiene un nombre al que responder y he aprendido a saber quién es quien por ese apelativo singular y único. Cuando alguien se acerca a ellos ladro y los demás piensan que soy una amenaza cuando lo único que les estoy diciendo es que pertenezco a ese grupo y que si quieren unirse a nosotros tan sólo tienen que seguir nuestras rutinas y costumbres. Los humanos no me entienden, ya he descubierto eso también. La última en llegar a casa ha sido Laura, es muy ingenua porque aún es pequeña y tiene mucho que descubrir. Ella sí sabía que era perra cuando llegó, pero no se fija en bobadas como lo de andar solo con dos patas o no mover el rabo. Siempre está a la expectativa para conocer cosas nuevas. Sí, se nota que es muy joven aún.

Si algo he descubierto de los animales de dos patas, de los humanos, es que en todo momento viven alerta. No sólo no se huelen cuando pasean por las calles los unos y los otros, sino que es como si se esquivaran. Pienso que no quieren conocerse, ni saber las intenciones de los otros porque en realidad caminan con miedo. No saben marcar su territorio y así, con el paso del tiempo se dan cuenta que no tienen nada propio, un hogar que tenga su olor impregnado en cada rincón de su casa. Como no tienen rabo y les cuesta sonreír, andan como si le hubiesen metido un palo por el culo de tan enervados y tensos. Se preocupan por todo en lugar de ocuparse de lo suyo. No valoran recoger una pelota una y mil veces por el puro placer de empezar de nuevo en un juego infinito. Porque han olvidado jugar. En casa aún no lo han olvidado. Es frecuente verles a cuatro patas emitiendo gruñidos que simulan a los nuestros.

Cuando nacieron no sabían que eran perros.


 

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