E l primer recuerdo de infancia que llego a asociar con el día de Reyes es el de una camiseta azul y grana de algodón y mangas largas con el escudo del Barça y el 9 a la espalda. El 9 de Cruyff, por supuesto, que era el número que lucía obligatoriamente en nuestra liga, y no el 14, su favorito. Lo que no podía imaginar por entonces es que aquel holandés, tan extraordinario como particular, y del que sólo conocía las hazañas prodigiosas que me relataba mi padre, nunca un solo partido ante el televisor, iba a procurarme, unas dos décadas más tarde, algunos momentos imborrables como aficionado al fútbol.
Porque Cruyff logró convencerme de que el fútbol no era sólo consecuencia del sentimiento hacia unos colores, un escudo y un equipo concreto, sino que también era capaz de emocionar a través del juego, hasta el punto de hacerte llorar si llegaba el caso, como quien presencia por primera vez una ópera en un teatro o revisa las cartas de amor perdidas de un combatiente anónimo. A Amelie le pasaba con las patinadoras artísticas y a mí me ocurre cada vez que veo un gol de Romario en uno de esos partidos locos ante el Atlético, en el que recibe la pelota al borde del área de Guardiola y se la levanta de vaselina a Abel, o aquél en el que Laudrup se inventa un pase sin mirar por encima de la defensa del Osasuna para dejar al brasileño solo ante el portero.
Y llama la atención que alguien tan extraordinario en la reinvención y concepción del juego, tan clarividente en la planificación de su esquema de trabajo desde los escalafones inferiores y tan osado en algunas de sus fórmulas, diese por finiquitado su testamento futbolístico en tan poco espacio de tiempo. “En un momento dado” -una de sus coletillas preferidas-, decidió convertirse en un espectador más, con voz y sin voto, pero un espectador más, hasta que el tiempo ha terminado por concederle el mérito hasta de los triunfos que no son suyos, pero que ha inspirado entre sus aventajados alumnos.
La foto de Cruyff con esa misma camiseta azul y grana ajustada, de algodón y mangas largas, sin logotipos ni marcas, se coló en el móvil este Jueves Santo, mientras compartía fotos de las salidas procesionales del Mayor Dolor y la Vera Cruz, para anunciar su repentina muerte. Fue en ese momento dado. Y aunque tal vez no tenga mayor trascendencia, sí la tiene el hecho del convencimiento de que hay momentos que resultan cruciales, que era, por ejemplo, de lo que estaba convencido Cruyff a la hora de establecer los nuevos cánones por los que debía regirse el fútbol moderno: tan atractivo como efectivo.
Y la lección es que siempre hay un momento dado. Lo hay cuando un proyecto político se dirige a la autodestrucción. Todos podemos llegar a adivinar o enumerar las causas que lo han llevado a su degeneración, pero la clave está en hallar el momento dado, lo que otros llaman “punto de inflexión”.
En el mundo de la comunicación, y más aún en el de los medios de información, estamos a punto de llegar ahora a ese “momento dado”. Se preguntaba esta semana en un artículo el jefe de la edición digital del Washington Post si Facebook se está tragando al periodismo. Su respuesta era: “Si es así, no importa, abrázalo”, en una recomendación dirigida a su vez a los periodistas y a las empresas del sector. Es una vía, sin duda, pero eleva a categoría de primera plana lo que no deja de ser un ladillo, un epígrafe dentro de la evolución de un negocio enfrentado a severas contradicciones, que van desde el modelo que terminará por imponerse, hasta los soportes de difusión, y siempre condicionado por el nuevo comportamiento de los receptores, convertidos asimismo en emisores, en generadores de información.
Lo hemos comprobado esta misma Semana Santa en Jerez con el flujo informativo avivado desde las redes sociales, en el que lo de menos era la validez de la fuente frente al papel especulador del detalle. En el fondo, dicen, es el móvil el que nos permite un uso desaforado de sus posibilidades tecnológicas para controlarnos, vigilarnos y conocernos; pero esta especie de trampantojo aún no ha logrado convencer a sus usuarios de que lo mismo que no son capaces de tuitear o colgar en su muro los planos de la casa de sus sueños o cómo se extirparían un tumor del riñón, deberían practicar el mismo respeto a otras profesiones, a no ser que éste sea el momento dado de mandarlo todo, o irnos todos, un poco a la mierda.