En el Mundial de Fútbol de Italia 90 se puso de moda que la prensa nacional fichara como articulistas a algunos de los jugadores de la Selección para que contaran sus impresiones sobre el campeonato y los partidos. Aquel equipo no dejó partidos memorables, ni tampoco artículos, aunque terminaron recordados como “la generación del 27” por su repentina afición a la escritura.
El Congreso de los Diputados también está repleto de articulistas frustrados que aprovechan la menor ocasión para recurrir a su libro de citas para adornarse en un discurso que corre el riesgo de parecer impostado. Esta semana, algunas de sus señorías -o los asesores de sus señorías- han descubierto a Miguel de Unamuno -incluso antes de que Amenábar estrene su película-, caso de Santiago Abascal, al que le afearon su énfasis intelectual, ya que era como si Franco hubiese citado a Pasolini en el desfile de la Pascua Militar.
Suele ocurrir con otros autores a los que se rescata del olvido por mero interés, cuando debería ser por pura necesidad. Hace un par de años ocurrió con Stefan Zweig, al que no paraban de citar unos y otros, sin complejo alguno, por sus visionarias reflexiones acerca de la Europa en la que vivimos; a veces equivocando su nombre, otras su apellido, y casi siempre la obra de referencia.
Lo de Unamuno, en cualquier caso, fue la excepción. Agotadas todas las opciones de citas posibles de Churchill, incluso las que se le atribuyen y nunca dijo, ha habido diputados que han optado en esta ocasión por citar a Aretha Franklin, a los cuentos de Oriol Junqueras, que no sabemos si son buenos o malos, pero sí que están escritos en la cárcel, o a su propia abuela, como hizo Ana Oramas: la invocación a la infancia convertida en reducto final para hallar el infructuoso consenso que haría posible la investidura; tal y como Aitor Esteban, que en su caso invocó al humor, con un chiste, por supuesto, y tal vez contagiado por el empeño que ponen algunos en convertir sus discursos en monólogos del club de la comedia.
Y todo, para terminar hablando de sí mismos, o de lo suyo, que es lo que suele estar siempre en juego dentro de una negociación política, por mucho que se abandere la izquierda, el feminismo, la igualdad o la naturaleza, que no dejan de ser una acotación a pie de página para sostener un contexto en el que, unos a otros, han terminado por recriminarse la falta de respeto, cuando en realidad es al conjunto de la ciudadanía a la que se la faltan desde hace casi tres meses, y a la que se la seguirán faltando hasta septiembre, momento en el que se verá hasta dónde llega el interés por formar gobierno o, en realidad, por convocar elecciones y dejar más adversarios por el camino.
Albert Rivera, que parece decantarse por esta segunda opción, es más de brainstorming que de citas. Para sus discursos no necesita inspirarse en la literatura, sino en una sesión de trabajo de Sterling Cooper: formar en la mente del ciudadano una imagen concreta de su mensaje a partir del uso de palabras en clave -banda, plan, botín - y repetirlas incesantemente, casi como un experimento sociológico o como quien teme olvidar la contraseña para entrar en una reunión secreta; definitivamente, porque se ha quedado sin los argumentos con los que seguir encandilando al electorado como había hecho hasta el día de la foto de la Plaza de Colón. Hasta Inés Arrimadas parece desdibujada desde que dejó Barcelona por Madrid, cansina en la reiteración de los discursos del jefe mientras el partido naufraga en las encuestas en Cataluña una vez abandonado el barco que la convirtió en una de las grandes esperanzas de la política nacional.
A Pedro Sánchez también se le ha puesto cara de “os vais a enterar en las elecciones”. A él le basta con citarse a sí mismo -para eso escribió (le escribieron) su Manual de resistencia-, aunque no le gusta tanto que le citen y que le persiga el recuerdo del “no es no”, convertido en emblema de esta nueva generación de oradores y adoradores de la contradicción a los que parecemos importarles un pimiento.