España sigue teniendo uno de los mejores sistemas judiciales de la Unión Europea, y por ende, del mundo. Ello no sólo es la opinión de quien suscribe, sino que además así se deduce de lo que viene estableciendo la propia Unión Europea en su Marcador de la Justicia, que viene elaborando desde el año 2013, y en el que se establecen criterios de análisis comparativos de los sistemas judiciales de la Unión, en puntos como la eficiencia, la calidad o la independencia judicial.
Sin embargo, varios son los frentes que tiene por delante la justicia española y que vienen, en los últimos tiempos, poniendo en peligro su reputación y calidad.
Nuestra Justicia se encuentra entre las peores de la UE en cuanto a los tiempos de resolución de los procedimientos, con una patente falta de eficiencia, y en comparación con otros países: Según el Marcador de la Justicia del año 2020, España se encuentra entre los países de la Unión que más tardan en resolver un procedimiento litigioso (Aproximadamente, 350 días de media en la primera instancia, para la jurisdicción civil)
La sensación de quien suscribe, como letrado ejerciente y asiduo de la jurisdicción social, es que la justicia ordinaria española ya tenía un problema serio de atasco y gran volumen de pleitos antes de la crisis del coronavirus, y ésta no ha hecho más que agravar notablemente el retraso en la resolución de los procedimientos judiciales.
Ello, en la práctica, se traduce en que las demandas se tramiten a meses incluso de su presentación ante el Juzgado, se señalen juicios a tres años, se celebren demasiadas vistas al día con muy poco tiempo previsto para cada una de ellas, etc.
Y ello afecta finalmente a la propia calidad de la Justicia, porque como se suele decir, mala es la Justicia que no llega a su tiempo.
Ciertamente, detecto en muchas ocasiones en los clientes, primero sorpresa, y luego desconfianza, escepticismo, e incluso verdadero desamparo, ante este tipo de situaciones.
Pero siempre intento hacerles la misma reflexión: No se trata por regla general de un problema achacable al personal de la justicia -que suelen ser objeto de las frustraciones de los que demandan justicia-, sino de un problema de falta de medios y de una clara necesidad de reforma que mejore su eficacia.
Ello se me antoja difícil, puesto parece no es de interés ni rédito político apostar por la justicia, y especialmente por la ordinaria o de primera instancia, que intenta seguir funcionando, resignada, mientras “la cosa política” sigue a lo suyo.