Han ocurrido tantas cosas esta semana que parece que las elecciones gallegas fueron hace dos meses. Nadie habla ya de ellas, ni siquiera Emiliano García-Page, feliz de que no ganara Puigdemont. Hay que agradecerle el sentido del humor, aunque se nos olvide que a quien se dirige es a su propio electorado castellano manchego. Page tiene esa guasa tan bien cultivada por otros más históricos de su partido en la provincia de Cádiz, como González Cabaña, que le recomendaba a García-Pelayo que tomara tranquimazín, aunque confiado de que se llevara por delante de una vez a Pilar Sánchez. Falta más sentido del humor en la política, necesaria como herramienta de evasión ante tanta mediocridad, pero sobre todo más sentido del ridículo. Y mira que se practica, incluso coreado por sus particulares voceros en las tertulias televisadas, pero han debido olvidar recurrir al diccionario para tener presente lo que significa.
Al menos, esta semana ha visitado el Congreso un señor llamado Juan Carlos Unzué para recordarles a sus señorías qué es eso de hacer el ridículo. Una de mis compañeras de clase estaba enamorada de él. Se lo cruzaba alguna vez en el ascensor de su casa y no paraba de hablarme de sus ojos azules. Yo me limitaba a verlo jugar en el Sánchez Pizjuán. Siempre fue un ejemplo en el campo y, desde que le diagnosticaron esclerosis lateral amiotrófica, lo es por su actitud ante la vida y por su contribución a visibilizar la enfermedad.
Perdí el contacto con aquella amiga, aunque la imagino triste cada vez que ve a Unzué por la tele. También enrabietada, como todos, después de escuchar su intervención ante los escasos cinco diputados -de 350- que acudieron a conocer su propuesta para proteger y dignificar la vida de los enfermos de ELA. “Hemos venido a vuestra casa y creo que he contado cinco. Me imagino que el resto de diputados y diputadas tendrán algo muy importante que hacer”. En ese momento, el ridículo, Juan Carlos. El ridículo.
Un día después, al exministro José Luis Ábalos se le puso cara de “yo no fui” cuando se supo que quien fuera su principal asesor en el Ministerio de Transportes había sido detenido por su presunta implicación en una trama de comisiones por la venta de mascarillas durante la pandemia. Lo peor no fue sólo eso, sino conocer los detalles del currículum que sostenía los méritos que habían elevado a Koldo García a asesor de Ábalos, dentro de la más turbia cosecha ligada a los ERE de Andalucía: del chófer de la coca al chófer de las mascarillas.
Ya no se trata de tener o no sentido del ridículo, sino sentido de la propia responsabilidad, con la que se trafica en función de los intereses del momento. ¿Se acuerdan acaso de los pellets que habían invadido las costas gallegas?, ¿incluso de los que aparecieron en una parte del litoral gaditano? Nadie ha vuelto a hablar de ellos una vez superado el interesado y momentáneo debate político y mediático, aunque parece difícil que Ábalos pueda desprenderse de este vertido sobre la orilla de su propia credibilidad, o de su propio ridículo: hay caso Koldo.
He leído hace poco en algún sitio -no logro recordar el sitio ni el experto- que, durante la pandemia, mientras unos cuantos intentaban enriquecerse como comisionistas con la venta de mascarillas, la mayoría tuvo que conformarse con consumir ficción en dosis elevadas. Tantas que han terminado por afectarnos a la hora de enfrentarnos al mundo una vez vencido el virus. Que la consumimos, es cierto. Que nos haya afectado, ni idea. Que en algunos casos encontramos más verdad e inteligencia en esa ficción que en cualquier comparecencia pública y ridícula, por supuesto. Pueden corroborarlo en la nueva temporada de Feud: Capote vs. the swans, en la que una aristócrata afea a Truman Capote que los escritores se crean poseedores de la última palabra. Quien la tiene es “la persona que tenga más poder. EEUU, por ejemplo, ha tenido la última palabra en la II Guerra Mundial. Dos bombas y se acabó todo. Kabum. Esa es la última palabra, la de quien tiene el poder”. Y sospecho que más contentos que nunca.