Pelayo Fidalgo Mínguez de Oca está destrozado. Siempre presumía que en su nombre estaba toda la esencia de la historia de España. La nobleza de los Fidalgo, la valentía de los Mínguez, y como no la espada contra los infieles que representaba tan sonoro nominal. En su casa no faltaban símbolos cargados de oropel, blasones de oro embuchando árboles genealógicos certificados por rimbombantes heraldistas. Detrás de la mesa de su despacho engalanaba la sagrada sala un enorme retrato del Cid Campeador, supuesto antepasado suyo, y frente a él se emparejaba otro en el que Pelayo, ataviado como un general de los tercios de Flandes, cabalgaba entre sumisas cabilas rifeñas.
Para afianzar más su españolidad Pelayo ha acudido a un centro de investigaciones genéticas. Los avances en esta disciplina permiten ya, a base de secuencias de aminoácidos, identificar parte de nuestros orígenes milenarios. Cuando le entregaron el informe a Pelayo le dio un vahído. En su ADN tenía marcadores propios de bereberes, de tribus indígenas caribeñas, incluso de centroafricanas y asiáticas, y rastros de secuencias vikingas. Vaya mezcla para ser un español de bien, pensó ensimismado en su tristeza.
La genética avanza muy rápidamente y pronto podremos reconstruir nuestros orígenes, evidentemente con muchas sorpresas. Cada uno de nosotros somos el resultado de una larga y dura selección natural de nuestros antepasados, que tuvieron que sobrevivir a batallas, a epidemias, a hambrunas, a saqueos, a agotadoras emigraciones y persecuciones. Descubriremos entonces que hubo ascendentes de enorme crueldad, supervivientes de sagaces artimañas, de encarnizadas luchas cuerpo a cuerpo. Y entonces reconoceremos que solo el avance cultural forjó unos fuertes pilares de la sociedad basados en la igualdad, la fraternidad y el respeto a la libertad. Aunque algunos andan empeñados en demoler esos pilares, no se dan cuentan que son más robustos que sus banderas. Ya me dirán que sienten cuando su análisis genético le revele que tiene en su código parte de aquellos bárbaros del norte, ya fuesen visigodos u ostrogodos, a los que algunos consideran padres de algo a lo que llaman patria.