Federico García Lorca escribió Yerma en 1934, entre sus otras dos grandes obras dramáticas -Bodas de Sangre y La casa de Bernarda Alba-, y recalcó en varias ocasiones que se trata de una obra que carece de argumento: hay un tema, pero no un argumento, atravesado en todo momento por un personaje que se desarrolla a lo largo de toda la narración.
Miguel Narros parece haberlo tenido muy presente a la hora de realizar este nuevo acercamiento al universo lorquiano, tanto a la hora de concebir el tema -no ya solo el de la frustración personal de una mujer sin descendencia, sino el del propio sometimiento de la mujer a las reglas del macho-, como a la hora de constatar la evolución física y emocional del personaje principal, al que se entrega en cuerpo y alma con una devoción admirable Silvia Marsó, hasta culminar exhausta sobre un escenario en el que tuvo que reponer fuerzas para saludar al público al finalizar la función.
En este sentido, Narros -excepcional en la dirección actoral y en el resultado obtenido por parte del elenco que forma parte de esta nueva producción-, lo que propone no es solo la recreación de la impactante obra de Lorca, sino explorar y resaltar desde la puesta en escena las lecturas actualizadas de un texto de una vigencia exageradamente contemporánea, sin renunciar en ningún momento a la fidelidad de ese mismo texto ni a los escenarios concebidos por su autor, a los que se confiere vida propia como parte fundamental del tema, que no del argumento, de la mano de los componentes esenciales de la naturaleza, siempre presentes a lo largo de la obra: la tierra -representada en relieve sobre el escenario para poder apreciar el terrizo seco que pisan los personajes-, el agua -la que fluye por el río, baten las lavanderas y cae (literalmente) del cielo (supongo que para sorpresa de los ocupantes de las primeras filas)-, el viento -que trae a cada instante el paso de los rebaños de ovejas, el silbido de un pájaro, el tronío de una tormenta o los cánticos del pueblo- y el fuego -el interior de los personajes, como ha resaltado el propio Narros-.
Todo ello, a su vez, matizado con la espectacularidad sonora del acercamiento de un paisano de Lorca, Enrique Morente, a la riqueza poética y musical de sus composiones, que fluyen a lo largo de la representación desde el homenaje legado por el grandioso cantaor, cuya hija, Soleá Morente, participa en el montaje como una de las lavanderas e interpreta una de las canciones del cuadro en el escenario de la romería que sirve de desenlace a la función.
Estamos, pues, ante una Yerma ambiciosa desde el punto de vista de la concepción escénica, de una vistosa y lúcida fidelidad al universo poético y popular del propio Lorca, pero, más aún, reveladora y conmovedora, por reconocible, ante la temática que trasciende a partir del drama de su protagonista, una mujer que termina ahogando sus gritos en los de tantas otras mujeres del siglo XXI que siguen sometidas bajo el férreo marcaje de un machismo institucionalizado y las derivadas consecuencias de su práctica. La Yerma de Silvia Marsó, a los ojos de hoy día, no es solo la historia de una mujer que no puede tener hijos con su marido, sino el ejemplo de una represión social tristemente aceptada durante décadas.