Les cuento... Cuando era pequeño, allá por la década de los ochenta del siglo pasado, viví mi primera experiencia torrijera y ya no he podido parar de repetirla hasta hoy. En El Bosque (pueblo de la serranía gaditana y que ahora no viene al caso explicar por qué fue allí y no en Jerez) mi familia -padres, hermana, primos, etcétera- compartimos la feliz experiencia de hacer torrijas. De miel, de leche, de vino, de azúcar…, (¡ eran mis primeras torrijas !) y tengo que reconocer que las que más me gustaron fueron…, todas, sin excepción alguna.
Desde entonces, la Cuaresma y este rico manjar viven de la mano conmigo. Además, así me mantengo aliviado de probar carne en este período de abstinencia.
Esta época tan especial para los cristianos tiene para mí un sentido más dulce tras descubrirlas. (¡¡Maravilloso fue el día de mi descubrimiento personal y por dar ese paso de coger uno para probarlos…!!). Con el paso de los años, mi pasión por las torrijas ha ido creciendo y máxime cuando a mi mujer, un día, le dio por experimentarlas con una capa de chocolate por encima. El resultado fue sencillamente de diez. Tras esta nueva experiencia reconozco ser adicto a las torrijas cuaresmales.
Desde estas líneas invito a los lectores a que descubran esta otra forma de sentir la Cuaresma. Mientras saboree su dulce sabor, disfrute del olor a incienso y azahar de la calle y note en todo el ambiente la inminente cercanía de la Semana Santa.
En definitiva, para mí la Cuaresma tiene un doble sentido. El primero y más importante: mi conversión como cristiano y la purificación del corazón; y el segundo, el dulce complemento (y nunca mejor dicho) del sabor de las torrijas y del arroz con leche, que en otra ocasión contaré.
(Por cierto, mientras escribía este artículo me he comido una torrija. Feliz con ello, ya estoy deseando que llegue mi columna del próximo miércoles para repetir la experiencia…).