Estoy convencido de que uno de los casos de difamación más reciente es el del Santo Padre Pío XII, sobre cuya actividad durante la guerra mundial de 1939 se han echado sombras de duda y de malicia como pocas veces se ha visto. Desde la gravísima acusación de complicidad con el nazismo en la persecución de los judíos, hasta la creación de la sospecha sobre su indiferencia sobre el problema. Pero ha quedado al descubierto que estas sospechas habían sido difundidas por los comunistas durante y después de la vida del egregio Papa. Y hoy se sabe por el ex teniente general rumano Pacepa, de la KGB, por orden de Kruschev y bajo la diligente intervención de Yuri Andropov como director de la policía política comunista, que se ideó, preparó y propagó la falsa noticia sobre la supuesta complicidad del Papa Pacelli en la persecución antijudía nazi, por medio de la falsificación del contenido de innumerables documentos que el agente en cuestión copiaba desde el Vaticano, y remitía a la Central de Moscú, para tornarlos incriminatorios. La finalidad era desprestigiar al Papado y a la Iglesia Católica, partiendo del hecho probable de que, gracias a los nuevos aires de renovación que soplaban en el Vaticano a principios de los años 60, no se asumiría seriamente la tarea de reivindicar el nombre de un papa ya muerto. Las revelaciones permiten asegurar que la famosa y difamatoria obra de teatro del alemán Rolf Hochhuth titulada El vicario fue el camino elegido para difundir la especie calumniosa.
El libro de Hochhuth, publicado en 1963, el mismo año en que fue estrenada la obra teatral en Alemania con el apoyo económico de la KGB, fue llevado al cine en 2002 por el director comunista griego Costa Gavras, otro agente bolchevique en Occidente, con el aplauso de la prensa irresponsable y de corte progresista de muchas partes del mundo.
Mas hace apenas unos días se ha descubierto un documento que prueba la acción benéfica de Pío XII a favor de los judíos: una anotación en el diario doméstico de un convento de monjas romano, que hace referencia a algo que ya se sabía por testimonios orales: que Pío XII había dado instrucciones para que las casas religiosas acogieran en la relativa seguridad de sus muros a los perseguidos por los nazis durante la ocupación alemana. Muchos monasterios, conventos y residencias de órdenes y congregaciones abrieron sus puertas a los proscritos, muchas veces con grave peligro para sus habituales moradores. Por tanto, la acción directa e indirecta del Sumo Pontífice salvó las vidas de muchísimos hijos del pueblo de Israel de la persecución nazi.
Esperemos que este documento contribuya a hacer avanzar su causa de beatificación. Aunque Pío XII no necesita vindicadores ni apologetas, porque basta su ingente legado y la voz de las conciencias de todos aquellos que se beneficiaron de su valiente y bondadosa acción y las de sus descendientes. Ésos son sus méritos ante el tribunal de Dios, que, en definitiva, es el único que cuenta.