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Hastío político

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El lenguaje –lo vengo diciendo– también sufre de cambios a impulsos de la moda. Por ejemplo; ahora cuando se va mal de vientre (con perdón) hasta el más lerdo dice en plan doctoral: es una gastroenteritis. A veces, porque la palabra parece demasiado campanuda, suele decirse: es una colitis. La gente, aunque no sea docta, tiene muchas horas de televisión a sus espaldas y esto culturiza mucho. Antes, cuando todos éramos más modestos, solíamos decir ante cuadros semejantes: tiene una empachera, y todos nos entendían aunque la palabra no figurara en el diccionario, ni falta que hacía. Tampoco existe reguincharse o aliquindoi y no necesitamos traductores para entendernos.
Está claro que por eufemismos y meandros no va a quedar. Así, tener hastío político, es un rodeo fino para no caer en lo que de verdad define a la ciudadanía respecto a su clase política. No es que esté hastiada, sino que está hasta los cojones, lo cual, dada la situación, no sólo es comprensible sino que se agrava por día que pasa. Veamos.
Rebobine sus, digamos, últimos años vividos para no tener que caer en la tentación de acordarse de las castas de Fernando VII, de Prim o de Franco –que para definir los malestares presentes tampoco es necesario remontarse al medievo–. Tres, cuatro, diez últimos años. ¿Ha comprobado que en ninguno de los asuntos en los que usted ha tenido sus más y sus menos le han dado la razón? Cíteme un solo caso que conozca donde la reclamación, la observación, la crítica se haya resuelto dándole la razón al reclamante, al observante, al crítico. Usted, ciudadano de a pie, es un muermo zarandeado por voluntades que jamás tienen en cuenta ni sus necesidades ni sus apetencias. Repase si no.

Y es que la historia es tan evidente que da hasta vergüenza contarla. Un buen día viendo el Señor que la luz era necesaria dijo: Hágase la luz. Y la luz se hizo. ¡huy, perdone, que me he ido al Génesis! Esto que quiero contarle es de un poco después. Pues resulta que los hombres (y las mujeres) decidieron un día nombrar a unos cuantos congéneres, los que ellos creían más preparados, para que administraran las cuatro cosas que cada uno tenía. Eran, consecuentemente, mandados, servidores a los que, a cambio, les daban de comer. Cuando los servidores se enteraron de qué iba la cosa, so pretexto de que todo fuera mejor, empezaron a dictar leyes para meter en vereda a los cafres aquellos de los que recibían sus sueldos. Bueno, para no cansar: los mandados se fueron haciendo dueños del cotarro hasta el punto de que para subir cualquiera a su palmera tenía que pedirles un permiso, que pagaban aparte.
Así, poco a poco, hasta nuestros días, hasta que no sólo no lo dejan a uno subirse a la palmera propia sino hay que hacerlo cuando a los servidores les salga de las narices. Así que, eufemismos aparte, el personal pagano, ante la maraña de servidores, ¿es lógico que sientan hastío?

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