Cofrade anónimo
"Después de veinticinco años ininterrumpidos en cargos directivos tengo una visión más clara de quiénes son los que realmente hacen que se mantenga la semilla cofrade en la ciudad; como se ha venido haciendo a lo largo de cinco siglos".
Porque cada vez me doy más cuenta de que no somos tan sólo los que gobernamos las cofradías, ni aquellos que trabajan con entusiasmo desmedido en las diversas Juntas de Gobierno, tan propicios, unos y otros, a creernos el ombligo del mundo y a pensar que, sin nosotros, no podrían seguir existiendo estas asociaciones de la Iglesia.
Ahora puedo comprender que la verdadera base de las cofradías son los cofrades anónimos, los que engrosan las listas de secretaría y a los que tan poco se les tiene en cuenta muchas veces. Ellos son la fuerza vital que permiten a las Hermandades seguir su camino a lo largo de los años o hacer frente a etapas comprometidas de su historia.
El buen y auténtico hermano, se siente cofrade de verdad, pero no busca protagonismo alguno, bien porque prefiera guardar su anonimato o porque piense que esa es su misión en la hermandad. No quiere ser directivo, ni marcar opinión alguna. No quiere mandar ni decidir nada. Tan sólo quiere sentirse cofrade, cada día de su existencia.
El cofrade anónimo jamás cambia de colores. Hace de su hermandad su patrimonio espiritual y la ama con pasión cotidiana y contumaz. Nunca lo veremos en lugares de relumbrón, pero siempre estará ahí, en el lugar que ha escogido, y eso nos tranquilizará cuando pasemos algún mal momento. Deberíamos en ese instante imitar su fidelidad desinteresada, su presencia silenciosa, su devoción fiel y constante. Nos debemos a ellos. Ellos son la hermandad.
El cofrade anónimo llegará puntualmente a todo acto. Ocupará un lugar nada preferente y estará atento a cuanto ocurra, presto a colaborar si es requerido, pero sin dar una opinión de más, ni pronunciarse críticamente contra nada ni nadie. El cofrade anónimo irá, como es obligación de todo cofrade, a los cultos de su hermandad. Se sentará en el banco de cualquier esquina del templo, con su medalla al cuello. Y cuando volvamos la cabeza desde el primer banco y lo veamos ahí, en su sitio, nos parecerá que sigue teniendo sentido tanta lucha y esfuerzo.
Cuando te encuentre por la calle, ese cofrade ejemplar se interesará con cariño por cuanto esté ocurriendo en la hermandad. Intentará suavizar las posturas extremas de algunos y te alentará a seguir en la labor cotidiana sin desfallecer, para bien de los colores cofrades que ha amado desde que decidiera ataviarse con ellos para siempre, hasta la muerte.
Pese a ser conocido de todos, recogerá en su día la papeleta de sitio, como uno más, sin buscar quien le ahorre alguna que otra cola, esperando pacientemente su turno. Le brillarán los ojos cuando esté en sus manos y saldrá de la fabricanía conmovido, pensando tan sólo en la ansiada fecha de la procesión.
Y ese día, vestido con su túnica, para él, sagrada, participará en la celebración Eucarística contemplando con benevolencia todos los trajines y preparativos de última hora en que andan afanados los capitostes y sus acólitos. O la inadmisible falta de respeto de muchos curiosos que cruzan por las naves del templo o por el crucero como si aquello fuese una fiesta profana y no la conmemoración de unos misterios que hicieron posible la salvación del ser humano.
Se abren las puertas del templo. La procesión ya está ordenada en sus naves. Un alud luminoso se cierne desde la tarde aguamarina sobre los arabescos pétreos catedralicios. El cofrade anónimo, el ejemplar cofrade está en su fila nazarena sosteniendo su cirio de color sacramental. Y llega el momento soñado, un pellizco de emoción ronda los precipicios del alma cuando oye la campana que va a izar al cielo, como una bandera de pasión infinita, a su gigante crucificado.
Llora bajo el caperuz el cofrade anónimo por las calles de Jaén. Alguien dijo que nunca es un ser humano tan grande como al derramar lágrimas de pasión y agradecimiento. Esa es su grandeza, la que nos hace grandes a todos sus hermanos en la fe. Porque gracias a esa grandeza, a tanta pasión, a tanta humildad a tanta fidelidad, las cofradías se han mantenido en el tiempo y han desafiado cualquier época iconoclasta y descreída.
No somos nosotros. Casi siempre nos creemos mucho más de lo que somos en realidad. Son ellos, esos cofrades, los anónimos, los auténticos, los que hacen posible el milagro. Ellos siembran el amor que después los demás recogemos para hacer grande la hermandad. Sin ellos, nuestro esfuerzo sería baldío y carecería de sentido.
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