Comerás huevos
Lo supe en el primer instante que tuve conciencia ¿O debo decir consciencia? De mí misma. No es lo mismo. Parece igual. Solo parece...
Lo supe en el primer instante que tuve conciencia ¿O debo decir consciencia? De mí misma.
No es lo mismo. Parece igual. Solo parece. Tú siempre estabas allí. Como la comida de cada día. Como el aire que, sin saberlo, respiraba cada segundo. Tan de costumbre que se convierte en rutina y no te detienes a reflexionar. Una presencia continua, constante. Y yo quería volar.
Volar tan lejos como me lo permitieran mis zapatos nuevos. Que duelen. Que hacen rozaduras. Que te gustan. Que te aprietan. Que tardas tanto en hacerlos tuyos que cuando dejas de sentirlos y subes un palmo del suelo resulta que tienen un agujero en la suela y las costuras reventadas. Y tienes que estrenar otros. No siempre con la misma ilusión. A veces tan sólo por pura necesidad de no caminar descalza.
Y no tenía que mirar a ningún lado porque allí estabas tú. Siempre, siempre tú. Cantando las verdades del barquero. Las que precisamente no quería escuchar. Las verdades.
Y te gritaba a voces “¡Déjame en paz!”, como si estar contigo me diera derecho a hacerte daño. Como si en realidad creyese de veras que me dejarías. Sabiendo que a pesar de todo terminarías dejándome a solas. Pero con paz.
Entonces yo crecía porque tenía un suelo que pisar descalza, sin pincharme. Me crecía creyéndome grande. Porque tú te hacías invisible. Tan de costumbre que se convierte en rutina. Una presencia constante, continua.
Lo supe en el primer instante que tuve conciencia ¿O debo decir consciencia? De mí misma.
Lo supe. Lo sé.
Ahora, la madre, soy yo.
No es lo mismo. Parece igual. Solo parece. Tú siempre estabas allí. Como la comida de cada día. Como el aire que, sin saberlo, respiraba cada segundo. Tan de costumbre que se convierte en rutina y no te detienes a reflexionar. Una presencia continua, constante. Y yo quería volar.
Volar tan lejos como me lo permitieran mis zapatos nuevos. Que duelen. Que hacen rozaduras. Que te gustan. Que te aprietan. Que tardas tanto en hacerlos tuyos que cuando dejas de sentirlos y subes un palmo del suelo resulta que tienen un agujero en la suela y las costuras reventadas. Y tienes que estrenar otros. No siempre con la misma ilusión. A veces tan sólo por pura necesidad de no caminar descalza.
Y no tenía que mirar a ningún lado porque allí estabas tú. Siempre, siempre tú. Cantando las verdades del barquero. Las que precisamente no quería escuchar. Las verdades.
Y te gritaba a voces “¡Déjame en paz!”, como si estar contigo me diera derecho a hacerte daño. Como si en realidad creyese de veras que me dejarías. Sabiendo que a pesar de todo terminarías dejándome a solas. Pero con paz.
Entonces yo crecía porque tenía un suelo que pisar descalza, sin pincharme. Me crecía creyéndome grande. Porque tú te hacías invisible. Tan de costumbre que se convierte en rutina. Una presencia constante, continua.
Lo supe en el primer instante que tuve conciencia ¿O debo decir consciencia? De mí misma.
Lo supe. Lo sé.
Ahora, la madre, soy yo.
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