El año pasado por estas fechas fui junto a mi familia a pasar una tarde turística a Cádiz. Mientras íbamos paseando por el casco antiguo de esta ciudad trimilenaria, poco a poco me iban fluyendo por mi mente muchos recuerdos de mi niñez.
Me iba acordando de cuando era niño, la de veces que paseé por estas calles de la mano de mis padres. Unas veces era para ir al dentista, o para acompañar a algunas de mis hermanas al oculista o como le llamamos ahora al oftalmólogo. Otras veces acudía a la capital gaditana a visitar unos parientes, o a llevarle algún recado a mi hermano mayor a la pensión. Ya que este estudiaba en el instituto Columela por aquellas fechas.
Una de aquellas visitas la hice solo junto a mi madre. Salimos de Conil a las 8 de la mañana, llegamos a Cádiz sobre las 9 después de haber hecho las paradas oficiales del itinerario, como era en el Pájaro de Chiclana y en la calle Real de San Fernando. Nos apeamos en la avenida,frente a Residencia hoy Puerta del Mar. Marchamos andando hasta Puertas de Tierra, para adentrarnos en el casco antiguo.
Una vez en el corazón de Cádiz, tocaba desayunar el típico chocolate con churros en La Marina. Después de coger fuerzas caminábamos hacia las Plazas de las Flores, de Mina, de San Antonio. En una de estas solíamos comprar en un kiosco frutos secos, para dar de comer a las palomas que por allí había. Marchábamos hacia el barrio del Populo -este fue el primer asentamiento urbano de Cádiz-, allí se encontraba la iglesia de Santa Cruz donde mi madre rezaba al Cristo de Medinaceli. Luego íbamos de compra a Simago y a Galerías Preciados, allí me encantaba montarme en las escaleras mecánicas. Se nos iba la mañana volando, antes de que llegara la hora de coger el autobús de regreso a Conil, teníamos que ir a la pensión donde estaba mi hermano. Este nos estaba esperando, ya que ese día no tenía clase.
Tras la ajetreada mañana, llegaba la hora de ir a la parada del Bus para coger el coche de línea para regresar a Conil. De vuelta a nuestro pueblo, mi madre me preguntaba si me lo había pasado muy bien. Yo le contestaba, sí estupendamente, pero otra vez me volvía de la capital sin haber probado los manjares exquisitos del “Árbol de Los Merengues”. Mi querida madre se reía, comentando: “otra vez tu padre te ha contado la existencia de un árbol de los merengues en Cádiz”.
Mi padre, cuando éramos pequeños mis hermanas y yo, nos solía contar la historia del “Árbol de los Merengues”. Este contaba que las frutas de este árbol eran deliciosas y fáciles de coger.
Todo esto lo hacia nuestro padre para que no pusiéramos impedimento y fuéramos ilusionados cuando viajáramos a Cádiz, a visitar a unos familiares o a la consulta de algún especialista de la sanidad. Nosotros llegábamos con la esperanza de saborear aquellos deliciosos merengues. Habíamos pasado toda la noche soñando con degustar estos frutos tan dulces y especiales.
Pero daba la casualidad que nunca nos daba tiempo de visitar este árbol mágico. Mi padre miraba el reloj y nos decía, que era demasiado tarde y había que coger el autobús de regreso a Conil. El próximo día que vengamos iremos a ‘jartarnos’ de merengues.
Pasaba un día y otro día, un año y otro año, nos hacíamos mayores y aquellos merengues seguíamos sin cogerlos del árbol. Así poco a poco esta fantasía del “Árbol de los Merengues” siempre ha convivido en nuestra familia, esta leyenda urbana nos aporta una visión mística y misteriosa de la ciudad de Cádiz, a nosotros y a muchas familias provincianas que también pasaron su infancia al cobijo de las historias del “Árbol de los Merengues”. Después de tantos años he llegado a la conclusión, de que este árbol misterioso y encantado debe tratarse del árbol del hospital Mora, “El Ficus”.
Este emblemático “Ficus”, que en realidad son dos, los trajeron unas monjas a Cádiz. Estas venían de la India portando los Ficus en dos enormes macetas, iban con destino al norte de España. Pero al atracar en Cádiz una de las monjas enfermó, tuvieron que quedarse más tiempo en la capital gaditana. Frente al hospital Mora, donde la enferma era cuidada, decidieron plantar los arboles. Allá por el año 1903.
Hoy en día es más difícil convencer a nuestros hijos de la existencia de un árbol que tenga por frutos deliciosos merengues. Nacen con otra mentalidad y no son tan ignorantes. Son otros tiempos, que nada tiene que ver con las generaciones pasadas. Les cuesta asumir la existencia de esta leyenda contada de generación en generación.
Vaya este homenaje para todas las personas que un día fuimos niños y mamamos de las fantasías e ilusiones que nuestros progenitores nos inculcaban. La niñez hay que vivirla y sentirla en el corazón, porque solo se vive una vez.