La caridad no hurta empero la exigencia de dos criterios: justicia y bien común. Amar es ofrecer lo mío, pero antes he de dar lo que en justicia corresponde. El bien común se define como el orden justo para la felicidad natural de la comunidad de personas.
Pero la encíclica (que podría considerarse continuadora de la Populorum Progressio de Pablo VI) atiende sobre todo al desarrollo, tanto individual como, en especial, colectivo, que va desgranando en sus seis capítulos. Un desarrollo lamentablemente asimétrico en un mundo globalizado, donde las carencias y el hambre se acentúan al ritmo de la presente crisis económica. La fraternidad debe plasmarse en el equilibrio del desarrollo económico, que no se resuelve sólo con fórmulas mercantiles, sino con un espíritu insobornable de justicia. La solidaridad universal, beneficiosa para todos, es un deber.
En ese desarrollo resulta clave la colaboración de la familia, tanto al nivel concreto de célula social, como en sentido lato de familia humana. El hombre no puede vivir solo, aislado, sino integrado en la red afectiva que le concede el grupo. El diálogo entre personas y colectivos es imprescindible: un diálogo de creyentes y no creyentes (diálogo entre fe y razón), y relaciones cada vez más amplias y afectivas, propiciadas por el turismo y los movimientos migratorios. El desarrollo de los pueblos está supeditado al progreso técnico, pero la tecnificación absolutista cae en el materialismo al tratar de explicar el cómo de los progresos sin reparar en el por qué de los mismos. La bioética, planteando los problemas de la fertilización in vitro, clonación, aborto, eutanasia, etc., se ha convertido en una realidad insoslayable, exigente de criterios firmes.
Un postrer subrayado para este profundo pensamiento: "el problema del desarrollo está estrechamente relacionado con el concepto que tengamos del alma del hombre".