La calle Arco de los Dolores se abre, lindante con la muralla medieval, detrás del ayuntamiento. Es una calle en escalera, taraceada con cantos de río que esbozan sencillas geometrías en el suelo, flanqueada de yedras y portadas antiguas procedentes de enclaves cercanos, como si hubieran huido de la devastación y la especulación urbanística de hace un puñado de lustros: una de ellas es la portada dieciochesca de la iglesia del hospitalico de la Vera Cruz, la cofradía decana de nuestra Semana Santa; la otra procede del desaparecido palacio del Conde de Torralba, hacia el cantón de Jesús. (A esta última se le añade, además, medio escudo de Carlos V, acaso procedente de las viejas Carnicerías públicas de San Francisco).
El hospital de la Vera Cruz estaba situado en la calle Recogidas, actualmente dedicada al periodista Ricardo García Requena. Desde el siglo XVII, cuando lo compró el obispo don Sancho Dávila, pasó a “recoger” a mujeres que llevaban una vida poco virtuosa. El palacio del conde de Torralba, del siglo XVI, adosado al torreón homónimo en la Carrera de Jesús, dio nombre a la calle y plaza del Conde, esta última rebautizada reciente y ridículamente como plaza de los Maestros y Maestras: con los años se nos pasará la tontería, supongo.
Hasta el sábado por la mañana, la calle Arco de los Dolores, con su sencilla nobleza de siglos, era en realidad una verdadera pocilga de basura y de pintadas desde la parte cimera hasta la que limita con la oficina municipal de Turismo. De cabo a rabo. De arriba abajo. Algo así como un rincón sometido al horror vacui del mierderío, para que lo pudieran disfrutar bien los turistas antes de caminar apenas cien metros y visitar una catedral que aspira a ser Patrimonio de la Humanidad (o eso nos viene diciendo el ayuntamiento, ¡propietario de los inmuebles que llevaban años grafiteados!). Destacaban sobremanera los dibujos de varios ejemplares de penes gigantescos, que la habían convertido en una calle falocéntrica o aquejada de priapismo, en una suerte de calle pompeyana, pero en versión cutrecilla, sórdida o definitivamente astrosa. Los cables de luz y telecomunicaciones se retorcían (y ahí siguen) en amalgamas imposibles sobre las fachadas y las portadas históricas, como hidras negruzcas que se multiplicaran hasta el infinito.
Pero el sábado por la mañana, un grupo de voluntarios llegó a aquel rincón profanado y en un par de horas dejó la calle entera limpia de pintadas. Lo que no había hecho el ayuntamiento en muchísimo tiempo un grupo de gentes que aman a su ciudad lo consiguió en un santiamén de camaradería y buen ambiente, y cuando terminaron se dieron cuenta de que todavía no era ni la hora de la cerveza. Se hacen llamar las Brigadas de Luz y pertenecen a la asociación Civitas Lucis (Ciudad de Luz), presidida por Alfonso Alcalde-Diosdado, un profesor de latín y griego con voz de cíclope y fonemas cachazudos que ha sabido aglutinar a un equipo de jiennenses ávidos de luchar de manera altruista por hacer de Jaén un lugar mejor. Las Brigadas de Luz son sólo un proyecto de los muchos que esta asociación está poniendo en marcha, de carácter social, solidario o cultural. Y no es la primera vez que sus brigadas actúan, porque ya repintaron el Arco del Consuelo, las escaleras de la plaza del Pósito, todos los edificios de la plaza de San Bartolomé y alguna casona con solera de San Ildefonso.
Cuando converso con amigos sobre los males que aquejan a nuestra ciudad, siempre recuerdo la cita de Baroja en El árbol de la Ciencia sobre el imaginario Alcolea del Campo: El pueblo no tenía el menor sentido social; las familias se metían en sus casas, como los trogloditas en su cueva. No había solidaridad; nadie sabía ni podía utilizar la fuerza de la asociación.
Los de Civitas Lucis no son los únicos, claro. Algo está cambiando en la ciudad.