A una semana de las elecciones generales , España sigue sin tener claro qué es lo que quiere ser de mayor; o, al menos, eso es lo que dicen las encuestas, como si se tratase de una mala noticia. La incertidumbre lo es por el resultado, pero más aún por las negociaciones que va a exigir dicho resultado; de hecho, nadie se atreve a decir con quién pactaría por mucho que se lo pregunten de formas distintas, incluso a traición. Ni siquiera el PP se atreve, que es el que se ha acostumbrado a verlo todo desde más altura, como si ya hubiese logrado lo más difícil.
Si como decía Alfonso Perales, “cada día tiene su afán”, ¿se convertirá en un mismo afán compartido el día 21 desbancar a Mariano Rajoy a toda costa, como ocurrió en los ayuntamientos en los que el PP ganó por mayoría simple? Por contra, ¿y si Rajoy no es el más votado?, ¿con qué afán se levantarán unos y otros al día siguiente? Hasta el día 20, la única respuesta a tantas preguntas la tienen el voto oculto y los indecisos, contra los que no hay antídoto que valga, por lo que populares y socialistas harían bien en ponerse en lo peor, sobre todo los primeros, que aquí lo están fiando todo a salir mucho y distinto en los platós, cuanto la televisión es un medio, pero no un fin en sí mismo, por mucho que justifique cosas inexplicables.
Llevamos toda la semana discutiendo y debatiendo sobre quién ganó el debate a cuatro del pasado lunes como si nos fuera la vida en ello, cuando la respuesta es más que evidente y menos trascendente de lo que cabe imaginarse: ganó Atresmedia, que convirtió el espacio en un programa de autobombo para sus canales antes, durante y después de la emisión, exprimiendo cada detalle y hasta cada gota de sudor derramada por los carpinteros y operarios que intervinieron en el tinglado. Como ejercicio de promoción es digno de estudio -la “teoría del pozo de la bomba”; algún día se la cuento-, aunque como programa informativo dejó mucho que desear: ni aquello fue un debate, ni la propia cadena debía haberse prestado a su emisión sin la presencia de Mariano Rajoy -si le dio igual, como digo, es porque no afectaba a sus propósitos-.
La cuestión, pues, no se va a dilucidar tanto en las apariciones televisivas de los candidatos, como en el papel que esté dispuesto a desempeñar esa masa social que no termina de pronunciarse, y que si no lo hace es porque sigue seducida por los mensajes de las fuerzas emergentes y no tiene claro cómo actuar en consecuencia; es decir, con fidelidad hacia el partido al que ha votado habitualmente, con entereza o resignación hacia quien considera que puede encarnar el mejor gobierno para nuestro país, pasando de unos y de otros, o reconociendo en los nuevos partidos una alternativa real al modelo bipartidista en el que llevamos instalados desde hace más de treinta años y que ha terminado por provocar una desafección mutua entre políticos y ciudadanos: los primeros, instalados en su burbuja de poder; los segundos, hastiados del distanciamiento de la clase política para con sus problemas.
El origen de la duda razonable se encuentra, obviamente, en el movimiento del 15-M, de ahí la inquietud que se ha apoderado por momentos de los partidos mayoritatios. Cuando empezaron a producirse aquellas concentraciones en las principales plazas de las ciudades, Ramón Vargas Machuca, uno de los históricos del PSOE gaditano, dijo en una entrevista: “ocupad los partidos, no las plazas”. Se entiende que se refería a los partidos que ya existían, no a otros de nueva creación.
Ese fue el primer error de interpretación. El segundo, pensar que muchas de las barbaridades, ensoñaciones y hasta la denostada tibieza con la que ahora se dirigen al electorado iríaN en su contra. Y el tercero, convencerse de que esta “ocupación” de partidos era sólo cosa de la izquierda. En la política española ya no se pueden dar tantas cosas por sentado, por mucho que tu adversario sea un producto de laboratorio o vista con ropa de saldo, claro que también hay a quien no le llama la atención un elefante en mitad del salón.