En el pleno de toma de posesión de la nueva corporación municipal, el pasado mes de junio, no pararon de producirse susurros de desaprobación entre el público. Casi todos tuvieron lugar con cada intervención de los concejales electos de Ganemos Jerez y la edil de IU, Ana Fernández, que ya apuntaba maneras con sólo enseñarle el crucifijo. La mayoría de los reproches se sucedieron con cada promesa del cargo, convertidas en puesta en escena de ese “nuevo tiempo” del que todos presumen y cada uno interpreta a su manera.
“Qué barbaridad”, “qué poca vergüenza”, “la que nos espera”..., eran algunas de las frases que se deslizaban a nuestro alrededor a medida que se iban sucediendo las innovadoras fórmulas con las que se asumía el cargo.
De aquella ceremonia política se pudieron extraer varias conclusiones, y todas ellas siguen vigentes a día de hoy. La más palpable, o la que nos interesa en este momento, es que a los concejales y representantes políticos próximos a Podemos no se les perdona una o se les critica todo, a veces con razón, otras sin ella, pero siempre con el mismo empeño y disciplina.
Se ha convertido en casi una obsesión: buscarles el mínimo defecto, dejarlos en entredicho, asociarlos al arribismo político más desaforado, vincularlos al chavismo, a la vagancia, a la demagogia, a la caída del IBEX, a la destrucción de la unidad de España...
Lo que nadie esperaba es que supieran sacarle partido a todo eso, a que se hable de ellos, aunque sea mal -y si no, tienen a La Sexta para compensar-, siempre que sólo se hable de ellos, de sus gestos, de sus rastas, de sus pintas, del bebé de Bescansa, de sus puños en alto, de sus lágrimas, de sus memes, de sus caprichos y rabietas, como si lo que hubiesen instalado en el hemiciclo no fuesen sus aspiraciones y sus posaderas, sino un troyano al que todos los demás hicieron frente abriéndole las puertas para que se expandiese en modo contagio por todo el mapa de España, con los medios e internet como grandes aliados -gracias también, Celia Villalobos-, que para esto no hay protocolos como contra el ébola.
Pero la cosa, por si lo habían olvidado, va de tratar de formar gobierno, y como ni Mariano Rajoy se va, ni Pedro Sánchez se entera, por mucho que ya se entienda mejor con Ciudadanos, y a Podemos, definitivamente, lo que le interesan son unas nuevas elecciones, aquí seguimos comiéndole la boca a besos a la incertidumbre, que es como una amante a traición, y hasta debe tener los rasgos de
femme fatale para que siga seduciendo a tanto protagonista, por mucho que se sepa que siempre acaban por conducir a la perdición.
Y la perdición, al fin y al cabo, puede ser la de todos nosotros como se escantillen los que cuando dicen “cambio” quieren decir “sillones”, en vez de decir “pacto” sin mirarle al otro el carnet de identidad, por mucho que lo que no puede ser, no es, y además es imposible: ése sí que sería el auténtico cambio, que fuerzas antagonistas pudieran entenderse de una vez, aunque parece evidente que siguen sin haber recorrido juntos el suficiente camino como para entenderlo y haber dejado atrás sus correspondientes odios y, por encima de todo, el pasado, porque, como se canta en la zamba, “yo sé bien que no hay olvido”.
No sé qué pensará Pedro Pacheco de todo esto. Él, que en su día vaticinó que España se iba “a llenar de foritos” ciudadanos como el suyo -y con más éxito, por lo que se ve-, tiene ahora otras cosas más importantes en las que centrarse, aunque ni ha perdido el sentido del humor ni la ocasión de recordar sus años de esplendor, pese a tener que hacerlo delante de un juez. Como escribía esta semana El Mundo en su editorial: “sin cuestionar la decisión judicial ni la ejemplaridad de las penas, parece excesiva, en cualquier caso, la suerte de Pacheco a la vista del panorama de corrupción que nos rodea”. Lo mismo cabe decirse de Pilar Sánchez, a la que aguarda idéntico trance sin que lleguemos a entender la dimensión de la pena frente a los hechos. Claro que no es lo único que cuesta entender en estos días.