-Cómo se me quedó la cara del tío ese, que lo vi después de tantos años y lo reconocí. Y me salió de dentro decir “¡El Parra!”, y me fui para donde estaba él. Era un celador que vino de hacer la mili, entró allí y todos lo temíamos. Cómo se lo olió y la cara que me vería que salió pitando. Además, que yo iba a darle. Eso fue en un bar de Calle La Unión. Yo tendría veintitantos años. ¿Tú no sabes las palizas que me dio ese y las veces que me arrancó las patillas?
Francisco Fuentes pasó de vivir en Benaque, una aldea de la Axarquía malagueña, a sobrevivir en el sitio que nunca habría elegido. Tenía ocho años. Le tocó ser huérfano de padre, tener cuatro hermanos y una madre, Ana Gutiérrez, con la obligación de mandar a tres de sus hijos a un internado mientras trabajaba. Él, su hermana Sagrario y su hermano Pepe pasaron a una peor vida. La Casa de la Misericordia les dio la bienvenida.
Si vas a estudiar, por la derecha pilla más cerca la biblioteca. Me asomo y hay una treintena de personas en la sala. Entonces Francisco, que tantas noches durmió en una de estas salas ahora con nombres de municipios malagueños, rememora que eran cientos de niños, que había poca comida y muchas palizas. A sus 64 años, lo cuenta con el sarcasmo que solo te da el paso del tiempo y el aprendizaje a base de guantazos, privaciones, castigos sin motivo y mucha hambre. Así resume la educación de un internado para huérfanos en los años 60.
La Casa de la Misericordia, desde 2013 La Térmica, tiene el aspecto de edificio clásico de finales del siglo XIX, que fue hospital de campaña entre 1908 y 1909 en plena guerra de Marruecos y, hasta 1987, un internado que cobijó a Francisco y sus hermanos durante cuatro años. Sigue conservando esa esencia, piensa él, que vuelve a caminar por sus pasillos largos.
Su manojo de llaves por el pasillo les hacía temblar. Primero pegaba y después de un “¡Hermana, pero si yo no he hecho nada!”, contestaba: “Pues para cuando lo hagas”.
A sus 64 años, todavía visualiza las habitaciones de dos filas de catres alineados y el frío que entraba por las ventanas cada noche. Siempre vigilados por las monjas. Y Sor Guadalupe era la más temida. El ruido de su manojo de llaves por el pasillo les hacía temblar. Primero pegaba y después de un “Hermana, que yo no he hecho nada”, contestaba: “Pues para cuando lo hagas”. A Francisco le ha quedado una secuela: duerme en la izquierda de su cama, de lado y mirando a la pared porque las monjas los obligaban, siempre con mano dura, a dormir siempre mirando a un crucifijo.
Una monja joven, con expresión dulce, Sor María, fue la salvadora de los hermanos Fuentes Gutiérrez. Les decía que quería hablar con ellos, pero los llevaba a la lavandería para librarlos del castigo. Sagrario asegura que era de las únicas que le dejaba ver a su madre cuando iba a visitarles.
A palos
Francisco no olvida las visitas de su madre el primer domingo de cada mes, solo durante una hora. Ana Gutiérrez se plantaba allí con cajitas de dulces y chucherías para sus hijos. Muchas de las veces, Francisco la observaba impotente desde el ventanal de la segunda planta. “Calma, Fuentes, yo ahora le digo a tu madre que estás malito y no vas a poder verla. Y tranquilo que los pasteles ya te los traeré”. En cuatro años que estuvo interno, Francisco vio a su madre seis veces. Ni rastro de los pasteles.
Cuando estuvo aislado durante casi un mes por paperas, le abrían la puerta, le dejaban la bandeja con comida y cerraban rápido. Entre lo del régimen de visitas, el uso de la fuerza y el encierro con menú de bandeja, la conversación sugiere la imagen de una cárcel para menores.
A Sagrario la mandaron para la izquierda; a Pepe y Francisco hacia la derecha del pasillo. Niñas y niños eran separados al llegar. No se vieron durante meses, corrobora Sagrario. Los hermanos Fuentes le ocultaban todo lo vivido a su madre para no preocuparla. “A tu madre no podías decirle que estabas mal”, apunta Pedro Osuna, marido de Sagrario, que estuvo en el mismo internado seis años antes. Recuerda la pésima higiene. Algunas veces, el váter estaba hasta arriba de excrementos. Francisco y Sagrario Fuentes asienten.
Recuerda aquel guantazo como si acabara de verlo: tenía una piruleta en la boca, se la escondió metiendo el palo hacia adentro y del golpe que recibió, el palo le atravesó el moflete. “El niño pequeño ni lloró del shock”, asegura
Cómo contarle cada golpe con la regla en los nudillos o que habían tenido que sujetar dos libros con los brazos extendidos y agujas en las axilas para que no los bajaran. ¿Iba a creerse su madre que el día anterior vio a un chiquillo vomitar en el plato de lentejas y ser obligado a comérselo? El guantazo que recibió un niño de no más de dos años lo recuerda Francisco como si acabara de verlo: tenía una piruleta en la boca, se la escondió metiendo el palo hacia adentro y del golpe, el palo le atravesó el moflete. “El pequeño ni lloró del shock”, asegura impactado. El autor fue ‘El Parra’.
Instinto de supervivencia
Toda la zona trasera de La Térmica era un bosque de eucaliptos. Allí había un campo de fútbol de césped, lo que ahora es la sede principal de la Diputación de Málaga. Les mandaban a retirar las piedrecillas del campo para que jugaran otros. Cuando supo que el castigo por orinarse en la cama era darle vueltas al campo con el colchón a cuestas, decidió cambiarle su colchón húmedo al chaval de al lado. También robaba los bollos de pan a los más pequeños. Desarrolló bien rápido ese “instinto de supervivencia”, dice con media sonrisa.
Su madre tuvo que mentir para sacarlos de allí, así que cuando se enteró de casi todo, le dijo a las monjas que había encontrado trabajo en Toledo y que se llevaba a los niños con ella. Francisco hace el esfuerzo de sacar algo bueno de su estancia y sí, conoció casi toda Andalucía porque lo llevaban de excursión por sacar buenas notas y sí, aprendió a leer, a escribir, lo básico; Sagrario hasta aprendió a rezar en latín. A él no le enseñaron ningún oficio. A ella, a coser desde el primer día.
La infinidad de propuestas culturales convierten a La Térmica en el centro cívico que promueve la cultura a orillas de la Paya de la Misericordia. Ya no quedan indicios de un lugar que ofreció a jóvenes desamparados una educación estricta y chocante con los nuevos tiempos. “Esto era un mundo aparte”, resume Francisco, Paco, Paquillo, el niño que maduró en la dureza educativa del franquismo, tan cerca y tan lejos de su familia.