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El mago Colom

Un aura íntimo y emotivo se palpaba en el ambiente previo al arranque de una nueva edición (la 61) de nuestro “Premio Jaén” de Piano, gracias al tradicional...

Publicado: 25/04/2019 ·
23:46
· Actualizado: 25/04/2019 · 23:46
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Autor

Javier Extremera

Javier Extremera es crítico de música clásica. Asimismo es técnico de Cultura en la Diputación de Jaén

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Este espacio trata la mirada más certera y crítica a la realidad (cuando la hay) cultural de Jaén

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Un aura íntimo y emotivo se palpaba en el ambiente previo al arranque de una nueva edición (la 61) de nuestro “Premio Jaén” de Piano, gracias al tradicional concierto inaugural que rinde pleitesía a “Rosa Sabater y Javier Alfonso”. 42 años después, el Concurso se reencontraba con uno de los músicos que más relumbre ha aportado en su larga trayectoria. El certamen abrazaba de nuevo a una de sus más veneradas leyendas. Josep Colom volvía a participar en una competición que lo arropó en sus inicios, hasta conseguir encumbrarlo como vencedor un lejano año de 1977. Para dar el pistoletazo musical de salida volvía el mismo hombre, pero está claro que el que regresaba no era ni por asomo el mismo artista. A sus 72 años, el barcelonés está inmerso en un personalísimo estado de madurez creativa, que tan solo puede ser asumido por los más aventajados (hace sobre el piano lo que le da la real gana).

Solo había que echarle un vistazo al exquisito programa que proponía, tejido con ese fino hilo que solo los más sabios son capaces de enhebrar. Pese a su indiscutible unidad estilística (polifonías, contrapuntos y fugas incluidas), el recital (que contó de sus didácticos comentarios) tuvo dos partes bien diferenciadas. Una primera, mucho más heterodoxa, donde campeó a sus anchas la exploración y la libertad, desbordante en inventiva y espontaneidad, pues el maestro atiborró de subjetividad las lecturas de Bach, Mozart y Beethoven, colmándolas de ornamentos e improvisaciones elásticas y de vivos colores, que obraron el milagro de resucitar la olvidada forma de enfrentarse en vivo a ese piano que legisló una época donde la música fluía sin los grilletes de la partitura, mudada en una ventana abierta de par en par pidiendo a gritos ser explorada. Colom usó los hipnóticos “tempi” a su antojo, como un verdadero ilusionista. Y es que la música no está compuesta solamente de notas. Posee algo más, y él conoce a la perfección sus secretos.

 El Dios Bach fue principio y fin de su fascinante viaje (maravilloso el organístico arreglo del Preludio BWV850 que regaló como propina), que contó con un travieso Mozart de deliciosa y juguetona decorativa y un Beethoven domesticado y sedoso que buscó en lo sonoro un semblante luminoso y místico (incluyendo una emocionante Fuga en la colosal Op. 110).

En la segunda parte, el maestro homenajeó con belleza los centenarios de dos monumentos pianísticos de la centuria pasada. 100 años del estreno de “Le Tombeau de Couperin” del brujo Ravel (el exquisito “Menuet” fue de lo mejor de la noche) y un siglo de vida para una de las obras capitales de nuestro pianismo, la “Fantasía Bætica” de Manuel de Falla, que pese a sus exigencias físicas (sería más correcto calificarlas de gimnásticas) resonó repleta de fogosa juventud y ardor racial. Los pianistas vienen y van, pero solo el genio permanece candente en nuestra memoria. La magia de Colom sigue tan fresca como el primer día.

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