De manera póstuma, la editorial Cálamo da a la luz los dos últimos poemarios de
Fernando Zamora (1939 – 2021), “Nueve espejos de la reina ciega” y “Tus palabras son nieve”. Se aúnan, pues, en un mismo volumen, ambas entregas desde las cualeses posible desvelar la honda personalidad de un autor que iniciara su andadura líricaen 1994, con“Fragmentos y variaciones”.
En su prefacio, César Augusto Ayuso afirma que la trayectoria del escritor palentino “describe una línea que, con gran sutileza, va aguzando su perfil a medida que la melancolía, el sesgo del tiempo, se hace más perceptible en sus versos”. Ciñéndose ya a lo que refieren estos “nueve espejos”, anota cómo“la conciencia del yo ha salido de la cuenta del tiempo real”. Y, en efecto, cuanto rodea a este sujeto que desnuda frente al azogue la verdad de su ser, es un escenario pleno de simbologías, de significantes ajenos a una realidad palpable. Esta vívida voz, narra la quimera de su acontecer, la visión que resuena en su espíritu; la misma que acorta la distancia entre la piel y el universo, que se baña entre el misterio y la bruma del futuro. Porque,desde su pórtico, Fernando Zamora se sitúa en un paisaje con aroma a ensueño: “Siete de la mañana de un día desaparecido hace muchos/ años, un día por vivir que no veré./ Llueve inclementemente/ en el mar./ Todo al viento en esta noche sin agujeros./ Agua, bajo un sol abrasador (…) Los barcos llegan, salen, desaparecen. Ruinosos/ herrumbrosos, anclados en la memoria, surcan la nada”.
Los poemas se suceden en una suerte de fábula liberadora, como si se afanaran en hallar cierta desposesión frentea su semántica. Lo enajenado, lo celestial, lo secreto, lo mágico…, se amalgama y se proyecta frente a una inquietante incertidumbre, una descarnada ternura que genera una hilera de sólitas preguntas. Aquellas, en suma, que quedan en el aire, solitarias en su inasible respuesta: “¿Quién eres tú, tú/ asomado/ al fondo de este pozo/ espejo oscuro/ donde aparecen la luna/ y las estrellas/ sobre tu cabeza?/ ¿Quién eres?”.
En “Tus palabras son nieve”, se agrupan cuatro cuadernos independientes: “rayas de tiza”, “del ver”, “pedazos de fulgor” y “apenas una llama”. En todos ellos, respira una palabra que alienta lo soñado y en cuya raíz hay fragmentos de pasión y de tristura, de desdicha y de esplendor. Y así, llevado por las deshoras candentes de lo perdurable, el poeta recorre los senderos del ayer. En su discurrir, y aún deseoso de retornar a lo vivido, no termina de reconocerse en la frontera de su propia esencia: “Nada tienes en las manos (…) Hablas en voz alta/ gesticulas/ Nadie te oye”.
En su solitaria nostalgia, pareciera que la resignación fuera remedio para aliviar el bordón de la finitud. Perseguir los signos que convoca el mañana, cobijarse en la calidez de lo amado, se torna ulterior aspiración, factible ventura. O, tal vez, el único anhelo posible para descifrar los enigmas últimos del alma: “Entro en mi hogar/ entro en mi nombre (…) Y quedo tan tranquilo en mi morada/ en el nombre donde vivo/ donde/ me llaman/ aquí/ donde me siento”.