Con “Las ciudades” (Rialp. Madrid 2022), Andrés María García Cuevas obtuvo un accésit del premio Adonáis en su última convocatoria. Estudiante de Periodismo y Comunicación Audiovisual, el escritor murciano (1999) había editado un cuaderno poético dos años atrás, “Más allá del principio.”
El decir que signa esta nueva entrega viene marcado por un verso sabiamente ritmado, cuya música envuelve de cálidos acentos los íntimos territorios que aquí reúne. Desde una óptica de intencionada transparencia, el mensaje se hace refugio en tanto remite a una semántica reveladora, construida sobre lo empírico.
Dividido en dos apartados, “La ciudad encendida” y “La ciudad abrasada” -además de un poema, “Ninfea”, que sirve de tránsito entre ambos-, el libro se vertebra en torno a ese trío temático universal que convocan el amor, el tiempo y la muerte.
En la primera sección citada, ese ámbito amatorio se alza de manera balsámica y catártica. Lo que fuese dicha es ahora mudanza hacia la ausencia, lo que fuera llama es hoy vértigo y soledad infinitas. Todo ello, tamizado por un paisaje urbano donde quedaron las huellas de la pasión, de la costumbre, del bronce que dora la alegría. Y así, Buenos Aires, Santander, Madrid, Zaragoza, Santiago…, pueblan las horas del ayer, los instantes que ya no son sino ausencia: “Después de todo quedan azoteas/ donde nunca estuvimos y ciudades/ aún por visitar, pero no calles/ donde no pensé en ti, en que podríamos/ haber sido felices, más felices/ que en esas donde sí estuvimos juntos”.
Sabe el poeta que en ese espacio en que convergen realidad y alma, también se libra una batalla contra el dolor de lo ido. Porque en su segunda parte, es tánatos quien se orilla entre las páginas y visibiliza las esquinas de un yo desconsolado. Claro que la luz de la memoria no cesa de iluminar, de convertir lo familiar en eterno, aunque la finitud refleje en el azogue la condena de nuestra condición: “Ahora entiendo qué quiso decir/ el neurólogo en la última consulta:/ cuando nos miro en el espejo sólo/ me puedo ver a mí abrazando a nadie”.
Vida y muerte, pues, resueltos por una misma ecuación que se hace verbo, lírico afán que sintetiza las sombras y la distancia, pero que no olvida la frontera que limita en cada amanecer con la esperanza, pues los escenarios y protagonistas que sostuvieron el sabor pretérito volverán a pintar los colores presentes.
La fragilidad del ser pareciera querer convertirse también en rebeldía, en conciencia solidaria. Y, también, por eso, Andrés María García Cuevas sabe percibir la belleza en el desamparo. Su verso recoge lo ancestral de lo amado, de lo efímero, de lo profundo, y lo torna materia perdurable, barro palpitante: “Cuando el mundo esté en llamas, que estará,/ y no pueda negar las quemaduras,/ no sufriré ninguna de las plagas;/ tampoco escucharé trompetas, sino gritos,/ ni veré bestias o jinetes,/ solo a los hombres”.
Un poemario, pues, lúcido y emotivo, que ahonda en el denso latir de la esencia humana y recorre de parte a parte la reflexiva liturgia de las ganancias y las pérdidas: “…Qué tristeza/ saber si llueve o deja de llover/ sin mirar las farolas encendidas,/ que estén cerradas todas las ventanas,/ que las estatuas lloren con la lluvia,/ que esté lloviendo siempre y nunca vengas”.