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San Fernando

“No quise ser un zapatero pobre como fueron mi padre y mi abuelo”

Joaquín Ruz Portillo inaugura una nueva sección en la que toman voz para contar su historia los que no dejarán sus nombres en los libros de Historia.

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Inmaculadamente vestido, me confesó que el gusto por el buen vestir le venía desde pequeño y juntaba lo que su padre le daba por algunos trabajillos para comprarse ropa.

Lo conocí en la consulta del médico generalista y me llamó la atención sobre los zapatos que llevaba puestos, diciéndome que cómo podía andar con una suela tan estrella. Eran unos zapatos de deporte y creí que estaba hablando con un especialista en la materia, un podólogo.

Me dijo que había sido zapatero en sus años mozos y me explicó, allí en la sala de espera, cómo tiene que ser un zapato para que el pie no sufra. Y luego lo ha explicado en una larga entrevista con el que inaugura una nueva sección en este periódico, la dedicada a la gente de la calle, a los que no salen en los medios de comunicación pero que fueron capaces de levantar un país convirtiendo las cenizas en ladrillos.

Joaquín Ruz Portillo nació en la localidad de Paradas (Sevilla) y con nueve años se trasladó a vivir, con su familia, a Alcalá de Guadaira. Su abuelo fue zapatero remendón, como su padre y él aprendió el oficio “de los mejores zapateros” de aquellos lares, los que le decían que para aprender esa profesión, para ser bueno de verdad, había que trabajar en ello al menos ocho años, más que una carrera universitaria.

Joaquín puede -y lo hizo- narrar el proceso que sigue la construcción de un par de zapatos a medida, como se hacían entonces en la zapatería de sus ancestros Pepe Pinto a  Marchena, gente de “ringuirrango”, porque entonces hacerse un zapato a medida no estaba al alcance de cualquiera. Al menos un zapato en condiciones.

Y es que no se trata de acertar con el número, que es a lo que va la gente a la zapatería actualmente, sino de medir milimétricamente el pie del cliente, incluidas las deformidades que pueda tener, y construirle un guante de seda más que un zapato.

Joaquín les medía hasta los juanetes, los callos en la planta del pie, el puente más o menos pronunciado... y comenzaba la laboriosa confección que contada puntada por puntada, puede parecer que se tarda un mundo, pero que para él no llegaba al día. “Hacía un par y medio al día”, decía en la entrevista, lo que es lo mismo que dos pares cada dos días, si es que había clientes.

Él dice que ya no hay zapateros como los de antes, sino pegadores de zapatos que utilizan máquinas que él no tenía. Aunque también es verdad que ya apenas se hacen zapatos a medida y que los nuevos valen tan poco que no merece la pena ir al zapatero a arreglarlos. O no lo merecía en estos años atrás, porque la crisis está haciendo que los zapatos rotos no se tiren tan alegremente.

Superación
Pero Joaquín Ruz no quería ser un “pobre zapatero como mi padre y mi abuelo”, un padre con diez hijos que alimentar y que por mucho que ganara eran siempre demasiadas bocas. Su habilidad para hacer negocios comenzó en la misma zapatería, cuando un vendedor de radios le dejó una en exposición a cambio de una comisión si la vendía.

La vendió, esa y muchas más, pero como el representante de radios no cumplía con su promesa de aumentarle la comisión, se fue a hablar directamente con el mayorista y se ofreció a venderle las radios. Y así vendió radios, motos, un coche... hasta que una mujer le preguntó si vendía máquinas de coser y cambió su vida.

Joaquín no vendía máquinas de coser, pero dijo que sí y que le iba a vender la mejor que existía en el mercado. Y fue a la casa Sigma, habló con el encargado, llegó a un acuerdo y ganó sus primeras 1.503 pesetas con las tres primeras máquinas vendidas en la misma jornada. Y  le dejaron media docena más en depósito.

Fue entonces cuando decidió dejar la zapatería, cuando ya había dado 20.000 pesetas de entrada para una casa y necesitaba una entrada de dinero más segura, y más generosa, que la que le proporcionaba arreglar zapatos.

Y llegó a La Isla
Joaquín Ruz -dice él- se convirtió en el mejor vendedor de máquinas de coser, lo hicieron jefe de grupo y lo enviaron a Granada donde la firma abrió una sucursal. Pasó por Madrid y por Badajoz y toda vez que ya estaba casado y tras tener dos niñas y buscar al niño terminó con cuatro mujeres y dos hombres en su familia, pidió a la empresa que le diera ya un destino fijo para que sus hijos pudieran asentarse y desarrollar sus estudios con normalidad.

En 1964 había un puesto vacante en San Fernando y aquí se trasladó con su familia. Ahora, ya jubilado, pasea por La Isla como por su verdadera ciudad, mira al pasado y comprueba que la vida no se ha portado mal con él, que está rodeado por una familia que lo adora y que ha cumplido con su deber. En todo caso, la vida tiene una deuda por él. Aunque sea por no haberla defraudado. Por haberse hecho a sí mismo.

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