España era uno de los países más bellos del mundo. Los escritores románticos franceses, como Teófilo Gautier, Dumas y Gustavo Doré, o el poeta lírico Lord Byron con todo su prurito de hombre libre, o los norteamericanos Washington Irving y Hemingway, y los alemanes Juan Nicolás Böhl de Faber y su hija Cecilia buscaban el sol meridional, los palacios árabes, el barroco andaluz y el vino del marco del jerez para gozar la vida y terminar sus escritos en una casa andaluza de la Alpujarra, de El Puerto o de Sanlúcar.
Hoy vienen también riadas de franceses, ingleses, alemanes y norteamericanos buscando casas baratas de la costa, pisos de estudiantes de cuarenta metros, habitaciones de hoteles con áticos cerca del cielo y casas adosadas con colores de embelesos, para conseguir títulos fáciles y volver a su país con fotos pasteleras de nuestra nueva cara. Aquella España que comenzaba en los Pirineos y terminaba en el Estrecho, se confunde hoy con la de cualquier pueblo de la costa marroquí, tunecina o portuguesa, urbanizadas por arquitectos neomodernistas e inmobiliarias españolas.
Hemos dejado de ser originales para caer en la rutina mediocre y repetir los esquemas de los arquitectos soberbios y de los urbanistas especuladores. Nuestras costas han dejado de ser salvajes para convertirse en costas acotadas por espigones y muros de cemento, atosigadas de bloques monstruosos, oprimidas por grandes áreas comerciales y un inmenso parking. Las carreteras y autovías están llenas de puntos negros marcados con sangre. Los políticos decían que eso es lo que necesitamos, para atraer al turismo de masa.
Los cortijos andaluces se han abandonado y los pueblos blancos de la serranía gaditana se han enmascarado de colores chillones. ¿Qué ha pasado para que hayamos cambiado tanta belleza por tanta repulsa? Pero ya no se trata de belleza, es decir, de la perfección o armonía de las cosas que infunden deleite o admiración. Se trata de combinar los elementos y la propia vida con el sentido común y la utilidad. Nuestros pueblos no se encalaban por capricho, lo exigía el clima caluroso de Andalucía, para que los rayos de sol salieran despedidos como de un espejo. Y, además, la propiedad antiséptica de la cal evitaba las epidemias y contagios mortíferos.
Hablando en profano, hemos cambiado a Afrodita (Venus), diosa de la belleza y de la vida, por Carón (Caronte), viejo repulsivo, encargado de llevar a los vivos al Averno, lugar de muerte. Hablando en cristiano, donde hay vida y amor, ahí está Dios. Donde impera la muerte y el odio, se esconde la enemiga de Dios. Lo decía Pablo de Tarso.