Al mismo tiempo que en España seguimos con la duda de quién será nuestro próximo presidente del Gobierno, en Estados Unidos hacen lo propio, salvo que ellos aún no han llegado a las elecciones; es más, todavía no se conoce el nombre del candidato por cada bando, aunque sí temen quién pueda ser uno de ellos. No son los únicos que lo temen; también lo hace el resto del mundo civilizado, consciente de las consecuencias futuras.
Lo temen incluso dentro de su propio bando, el republicano, pero parece evidente que no es una cuestión de preferencias, sino, como en cualquier ámbito de la vida, de quien tiene más dinero, y al hombre del flequillo rebelde, Donald Trump, le sobra, tanto como para imaginar que podría ser uno de esos tipos en los que pudo pensar Léon Bloy cuando escribió que “para saber la opinión que tiene Dios del dinero, sólo hace falta fijarse en las personas a quienes se lo da”.
Trump tiene tanto dinero que ni siquiera podemos considerarlo un nuevo caso de megalomanía, puesto que no se comporta como si tuviera una posición social y económica muy superiores a las reales, sino que efectivamente la tiene. Tal vez por eso se cree muy superior al resto de contendientes y, entre otras cosas, porque sus principales adversarios para las primarias son de origen hispano, y ése es un extra de motivación.
No me extraña que a falta de mejores argumentos hayan terminado retándose a ver quién es el que la tiene más grande -Trump, por supuesto-, en la que es su última contribución al exceso por consentimiento, que es de donde emana toda la política de gestos, tan pródiga en nuestro incipiente e infructuoso Congreso de los Diputados: el temor no es ya que gane el incorregible multimillonario, sino que terminemos por imitarlo, como imitamos todo lo que viene del gran imperio.
De momento, lo más imitado en nuestro hemiciclo es el no. Un no porque sí que revela la contagiosa ineptitud de quienes tienen que ponerse de acuerdo por orden de las urnas, pero que sólo han sido capaces de hacerlo en que los colegios vuelvan a abrir un domingo. Añadan a la resolución un número de nueve cifras, que es lo que costará invitarles a la “fiesta de la democracia” para celebrar un resultado que difícilmente distará del ya obtenido hace dos meses y medio.
Pero no se apuren; para que no nos sepa mal van a seguir reuniéndose hasta agotar el plazo legal, van a seguir negociando la formación de un nuevo gobierno, el gobierno del cambio, del mestizaje ideológico... sólo falta la musiquita de fondo para que nos emocionemos de verdad, cuando, en realidad, lo único que han hecho es alterar el orden de una frase: aquí lo que se dilucida no es el gobierno del cambio, sino si habrá cambio de gobierno o no.
Déjense de versiones disney para un electorado que sólo quiere soluciones y que, desde Andalucía, sigue desayunando titulares desenraizantes, no porque uno no quiera a su tierra, sino porque sabe que tiene más posibilidades de encontrar un futuro mejor de Despeñaperros hacia arriba, como reflejan los nuevos indicadores urbanos publicados por el INE, liderados, en su espectro negativo, por ciudades andaluzas y, especialmente, de la provincia de Cádiz, tanto a la hora de hablar de tasa de desempleo como de renta por hogar.
Porque aquí viviremos mejor, y como en la casa de uno en ningún otro sitio, pero vista la clasificación habrá a quien le entren ganas de empadronarse en Pozuelo de Alarcón, de invertir en Majadahonda o de pedir empleo en Parla o Fuenlabrada, de las que, por cierto, se habla en los periódicos mucho menos que de Jerez, porque ni tienen nuestros vinos, ni tienen nuestro circuito, ni tienen nuestras zambombas, ni nuestra Semana Santa, pero sí han sabido apostar por un modelo socioeconómico que aquí seguimos buscando como el que va tras un tesoro oculto del que hemos perdido el mapa, cuando no la oportunidad. Y quien dice Jerez, dice Sanlúcar o dice Cádiz, hermanadas en el frustrante olvido de una eterna promesa.